El rápido crecimiento de la iglesia gentil que por herencia como por convicciones era independiente del judaísmo, no podía tener otro resultado que la separación definitiva de ambos. Los miembros de la iglesia judía todavía se apegaban a la observancia de la ley, aunque ponían su confianza de salvación en Jesús, el Mesías. La tensión entre judíos y gentiles tal como se había manifestado durante los primeros treinta años de la historia cristiana, se volvió mucho más fuerte cuando la iglesia superó a la sinagoga en el número de adherentes y en su expansión por todo el mundo. El rechazamiento del mensaje cristiano por los judíos llegó finalmente a tal extremo que el mismo Pablo abandonó toda esperanza de un arrepentimiento nacional (Hechos 28.28)
La brecha se ensanchó mediante otros dos factores: Cuando Pedro dijo a una audiencia en Jerusalén, “porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; precisamente para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hech. 2:39), quedó proclamada la universalidad del vangelio. El judío era exclusivista y le repugnaba la idea de unirse con los gentiles si éstos aún no se habían hecho completamente judíos. El segundo factor que confirmó el rompimiento en forma completa fue la caída de Jerusalén en el año 70 D.C. El judaísmo como religión y como sistema político era una misma cosa y cuando el sistema político cayó el judío se encontró sin patria, sin templo y sin gobierno propio, perdió mucho de lo que consideraba esencial en su sistema.
Para los judíos cristianos esta tensión planteó algunos inesperados problemas. Todos los cristianos creían en la divina autoridad de las Escrituras del Antiguo Testamento y las tenían como base de su fe y práctica. ¿En qué forma a partir de aquí deberían interpretarlas? ¿Debían seguir a los rabinos en su interpretación estática, o como cristianos debían considerar todo el conjunto de escritos sagrados a la luz de la nueva revelación de Jesús, el Mesías?
¿Qué partido deberían tomar ante la situación nacional? Si creían las palabras de Jesús que de Jerusalén no quedaría piedra sobre piedra (Mat. 24:2, Luc. 19:41-44), no podían aceptar la destrucción de la ciudad, sino como el inevitable juicio de Dios contra ella por haber rechazado al Rey. Si, no obstante, se volvían de la ley a la gracia, y de Jerusalén como centro de culto a sus propias iglesias, serían considerados como traidores por sus compatriotas que seguían siendo leales a la ley. Si se volvían al legalismo significaría abandonar a Cristo, y perderían todo lo que nos trajo con su venida.
No era fácil decidirse, y muchos de ellos, tanto en Palestina como entre la Diáspora, vacilaban en su pensamiento. Los judíos cristianos tenían en lo general, una más sólida preparación que los gentiles cristianos y en consecuencia poseían una fe más inteligente puesto que les eran conocidas las Escrituras. Su lealtad o su defección tendría una poderosa influencia sobre los resultados de la empresa misionera.
La carta a los Hebreos fue escrita para resolver este dilema. El pueblo a quien fue dirigida estaba educado completamente en el Antiguo Testamento y en su sistema ceremonial. Había conocido el evangelio y escuchado la predicación por los hombres que fueron testigos de la vida de Jesús y que poseían los dones del Espíritu (Heb. 2:3-4).